De Rulfo a El Santo

Han pasado ya cien años. ¿Qué hombre actualmente puede vanagloriarse y decir: “Yo he vivido cien años”? Lo que se dice “vivir”; palabra que coloquialmente hoy se confunde con “tener”, “gozar”, “disfrutar”. Vivir. Hoy vivir cuesta. Los que se dicen vivos; están más muertos que los que ahora yacen en las tumbas. Los que dicen “vivo”; ya ni del presente aflora su sentimiento. Los que dicen “viví”, se refieren a alguna vez donde tuvieron la calidez y un rayo de esperanza celestial, otorgándoles así, por un instante, la acción de vida.
Vivir cien años. ¿Qué significa vivir cien o más años? Todos conocen la respuesta, pero nadie sabe cómo llegar ahí. El relato de hoy no comenzó en Comala. Tampoco en Doctor Lavista. Fue un pasado del mediodía en el año de 1993; tiempo aquel cuando era un niño y estaba en la escuela ubicada en Norte 70. Las enormes puertas de metal se abrieron para dejar salir del enclaustro seglar a muchos de mis compañeros. Algunos corrían a brazos de sus madres; otros resguardando los recados que venían expresos en los cuadernos y confrontar castigos posteriores a ellos. Los que tenían dinero, se formaban donde la señora, que con su vendimia de dulces y chicharrones preparados, hacía su agosto con la enorme lombriz yaciente en el estómago de un joven estudiante. Y estaba yo, justo ahí, acercándome a mi abuela. Estaba muy contento en ese día, lo recuerdo muy bien. La pregunta posterior a “¿cómo te fue?”, era: “¿qué te dejaron de tarea?”. Saqué mi libro de lecturas, ese que hace muchos años entregaba la Secretaría de Educación y lo abrí en las páginas donde mi abuela leyó con letras grandes:
“PEDRO PÁRAMO”.
“Hay que hacer un resumen de la lectura y el maestro nos ha pedido conseguir el libro El llano en llamas, de Juan Rulfo”, le dije muy entusiasmado.
Los libros han sido mis fieles compañeros desde tiempo atrás y hasta hoy continúan a mi lado. A regañadientes, zapes, pellizcos y jalones, el resto de las madres jalaba a sus hijos hacia las papelerías aledañas en busca de los complementos de tareas y otras a los castigos en casa. Mi abuela me llevaba esa tarde al mercado, como muchas otras, para buscar la comida de la tarde. El bello mercado de Río Blanco. Mi tradición por muchos años después. El vendedor de pescado, del pollo, de la carne. Esa tarde, dimos una vuelta al no hallar lo que buscaba y ahí lo hallé. No; no estaba solo, venía junto con otros cinco compañeros, todos en la misma posición. La mano derecha arriba y la mano izquierda abajo. Todos sin playera, con un pantalón largo, unas botas y la inconfundible máscara. Envueltos todos en una bolsa de plástico. Ahí estaban los famosos luchadores mexicanos; figuritas de plástico que conservaban la posición a la que solían llamarle "la toma de referí” y así jugabas con ellos.
Tenía ya algunos, pero en especial, ese paquete tenía un “enmascarado de plata”.
“Le dicen El Santo”, me dijo el vendedor de los helados, quien se acercó a mí al observar detenida y minuciosamente el paquete.
“Fue el mejor luchador de mi época. Hoy ya no luchan como antes. Y era el mejor. Hasta hizo películas como si fuese un super héroe. No, perdón. ¡Es un super héroe!”, concluyó el señor. Mi abuela me compró el paquete aquella tarde y le tomé mucho cariño a mi figura de El Santo. Muchos niños no lo tenían. Presumían tener a Octagón, Tinieblas y Alushe, al Perro Aguayo, Atlantis… Pero nadie tenía a El Santo.
Después de jugar, mi madre me extendió el libro “El llano en llamas” y me sentí contento porque había recibido dos grandes regalos aquella tarde. Me llevé a El Santo a un viejo sofá y comencé a leer el libro.
Como yo, sé que ustedes tuvieron un acercamiento parecido a nuestros personajes. A todo esto, quiero responder una pregunta para los escépticos que dicen que la literatura y el deporte no se llevan: ¿en qué se parecen Juan Rulfo y El Santo?
Pongamos esto en un terreno neutral y conocido por todos los mexicanos: un ring de lucha.
“En la esquina roja, con cien años cumplidos desde el 16 de mayo de 1917: ¡Juan! ¡Rulfooooooooo!”
“Y en esta otra esquina, con también cien años cumplidos desde el 23 de septiembre de 1917: ¡EEEEEEEL! ¡SAAAAAANTOOOOOOO!”.
“Caballeros, una discusión limpia y con todo lo que implica en una redacción literaria. ¿Está claro?”.
Ambos contendientes asienten.
Tanto Juan Rulfo como El Santo, mantuvieron una delgada línea secreta entre público-artista. Nadie supo quién era El Santo, solo que su nombre era Rodolfo Guzmán Huerta; y a la fecha tampoco sabemos quién es Juan Rulfo y quien Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Identidades secretas. Fotografías muchas del lado del enmascarado, contra solo algunas por parte de Rulfo, quien solícitamente no quería que fuese explotada su figura tras publicar su primer trabajo.
Ambos emplearon su físico para laborar; uno, para una asociación indígena literaria; y el otro, en las arenas de lucha libre del país.
Uno publicó sus trabajos en papel y tinta, distribuyéndose por todo el país. Al otro lo podías escuchar en las viejas radios o en imágenes de la televisión. También empezaron a salir al mercado las figuras de plástico del enmascarado, así como los atuendos del mismo.
Vino el invento de los hermanos Lumiere a revolucionar la figura de nuestro enmascarado; tanto así, que lucho contra todos los seres del inframundo. Rulfo mientras tanto, vio plasmada su obra en la Época de Oro del Cine Mexicano.
“¡Ah que caída señores de El Santo! ¡Veremos si puede recuperarse!”.
Como todo cuerpo humano mortal, El Santo decidió abandonar por la puerta grande la arena y yacer en la lona en aquel 5 de febrero de 1984.
Rulfo parece resultar ganador en la contienda, pero la vida es más dura que una lucha artística. Él, abandonó la silla de su despacho, al cual entregó su vida y su trabajo, un 7 de Enero de 1986. El público expectante, observa ambos personajes en la lona. El Santo se levanta. Juan Rulfo también. La gente aplaude y enloquece. El encuentro continúa. Entregados al pueblo, dando su arte para entretener, crear una visión crítica del mundo en el que ellos se desenvolvieron, nada distinto al México en el que hoy nos tocó vivir.
Por eso vuelvo a hacerles la pregunta: ¿quién puede vanagloriarse y decir “Yo he vivido cien años”?
Piensen por un instante la respuesta y el significado de la palabra “vivir”. Más allá de los huesos, músculos, carne, ser; existe una fuerza mucho más grande que te hará vivir por siempre. Nuestros sigilosos personajes la encontraron, entregándose en cuerpo y alma a las multitudes. Su trabajo, está ahí y estará por siempre en boca de muchas personas y ahora, en la del mundo.
Cien años, una vida larga. Y mañana serán ciento uno. Pasado ciento dos, ciento tres… Porque mientras tú hables de ellos, seguirán aquí. Contendientes de la vida eterna.
Juan Rulfo con sus escasos “Pedro Páramo” y “El llano en llamas”, llegando a miles y millones de lectores en el mundo. El Santo, con sus actuaciones en el cuadrilátero y las batallas libradas con los entes de la oscuridad.
Aquí estarán cuando tú te hayas ido; cuando también me haya ido. Incluso, tal vez, cuando todos se hayan ido.
Eso es saber vivir cien años y más…