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Profundo azul, como el mal


“El hombre naturalmente busca compañía, propagando amor. Lo antinatural es continuar la búsqueda aun con compañía, propagando el dolor.” Demian Shadows.

La magia de los colores naturales, no se ve hasta que visitas el mar en el atardecer. Dicen que existe cierta magia entre la naturaleza y la humanidad, siendo así, que la sabia madre natura nos provee a algunos de cierta dicha en nuestros rasgos físicos.

Conjugando la muerte del sol y el nacimiento de la luna, el rojizo ocaso con el púrpura anochecer y en el punto medio, un blanco invisible al ojo humano. Debajo del espectáculo celestial, el mar que también gusta de jugar con todo tipo de colores, copiándole al cielo cada matiz; para así sentirse orgulloso de que él, junto al viento, pueden crear magia. De azules claros a profundos, algunos tonos púrpura y rojizos, blanco en cada ola que va pintando el viento.

La tierra también tiene lo suyo. No solo es el color de la arena, sino también de dos seres que observan aquel espectáculo con serenidad.

Sofía. Joven de tan solo 16 años. Piel morena, casi concordante con la del arenoso suelo, pudiendo confundirse fácilmente si así gustaba de ocultarse; cabello color oscuro al igual que sus ojos. Ella, estaba a la altura de la ahora naciente noche oscura. Gustaba más de la vida nocturna en su edad juvenil.

Debajo, su hermana de ya casi 13 años. Piel blanca, discordante al suelo, más apegada al cielo atiborrado de nubes en una limpia mañana de mediodía; cabello castaño y, de ojos azules justo como el mar. Ella, concordando en la altura del ahora falleciente día; llevando una vida que solo el sol conoce.

Ambas, arrastradas por el espectáculo, sin nadie que hoy pudiera vigilarlas.

Viviendo un paraíso tan cercano del cual no te enteras hasta que de verdad recurres a la madre naturaleza en un grito de auxilio; tan interno, que solo ella escucha y te da alivio. La historia de estas dos pequeñas, comienza mucho antes de este punto medio de los días, el atardecer. Mucho antes de que el mar se meciera para sus ojos. Mucho antes de que la noche cayera. Mucho antes de que, en su soledad, gustaran de observar el cielo.

Detrás de ellas, cabe aclarar, que todo continúa su curso normal. Gente va y viene. Algunos se ocultan en sus habitaciones rentadas, unos en busca de aventuras; otros, en busca de soñar. Algunos trabajando en la playa, otros buscando el descanso que provee este “paraíso”. Ninguno se detiene a verlas. Ellas, tampoco voltearán a verlos.

Como he dicho, la historia contiene matices de todo tipo, aunque, por momentos y actualmente, el único matiz que pinta su vida sea el gris.

Ahondaremos entonces, en lo que sucedió tiempo atrás, inclusive antes de su existencia misma…

*****

JACOB.

El paraíso que provee una playa, es para cualquier turista, signo de descanso, diversión y sobre todo, una gama de colores que desconoce encerrado en una oficina. Pero para alguien que desarrolla toda una vida ahí, los colores no se transmiten de la misma forma.

“La vida en la playa es dura”; le decían todos los días a Jacob. Él, era un chico que había crecido cerca de la playa; en torno a una familia de comerciantes. Una casa pequeña, de tan solo 2 habitaciones y un comedor, una pequeña cocina. Humilde es la palabra que se dispone para la descripción. De familia humilde, también se aplica. Como tal, era un chico de tan solo 20 años, que siempre había pasado toda su vida recorriendo la arena, el mar y algo de pavimento, en busca de compradores del sabroso coco o tal vez, del agua que este mismo provee.

Las palmeras eran, la materia prima de su familia y con lo que podían sustentar sus gastos y la de su pequeña familia.

Con el ajetreo desde que tuvo uso de razón, Jacob viajaba junto con su padre en el carrito de “los cocos”, ofreciéndolos a todos los visitantes, o en ocasiones, a los vecinos circundantes. Con todo eso, adquirió un tono de piel morena, sin llegar a los colores oscuros. Sus ojos negros y el cabello del mismo color, le daban un tono poco fresco ante las pieles de otros tonos de sus visitantes.

A sus 16 años, no conocía el amor. Es más, se lo habían presentado solo como el cariño de familia. O el amor de padre y madre. Pero él, no sabía lo que era tener una mujer. Con todo el tiempo trabajando y, las pocas oportunidades, se sentía en cierta forma, feliz con su pequeño oficio; sin dejar de mencionar, que heredaría el trabajo de papá, aunque siendo realistas, ya lo estaba ejerciendo más que él.

Su padre había envejecido, a tal punto que el sol lastimaba su piel y ya no le era posible continuar los viajes que año tras años emprendía. Así que todo recaía en manos de Jacob en “el carrito de cocos”.

Su madre, como muchas otras, comprensiva ante la edad de su hijo. Le pedía solícitamente, trabajar por las mañanas y por la tarde, disfrutar de su juventud. Con poca educación seglar, temía no poder conocer a otras personas o entablar una sencilla conversación. Y es que, ¿de qué podía hablarles? ¿De los cocos? ¿De lo sabrosos que son? ¿De cómo se producen?

A los jóvenes que veía pasar por la playa, no les interesaba en lo mínimo una conversación así. Con todo y eso, su madre insistió en que disfrutara su juventud.

El mundo era gigantesco ahora y el que llevaban junto con su hijo, no le ayudaría nunca a salir. Tiempo atrás, hablaba con su esposo de la vida que debería llevar Jacob, la cual en ocasiones, se tornaba parecida a la de ellos: una vida no tan miserable, poco acomodada y sin sueño alguno por cumplir. Era una línea delgada, sin error y sin salida.

Jacob, educado así, no veía algún mal en ello.

Una tarde, su madre decidió entonces ponerle un alto a la monótona vida de su hijo, proponiéndole sueños y metas a cumplir:

-Mire mijo. Cuando conocí a su padre, pues la cosa estaba mucho peor de lo que ya está ahorita. Y nada más por no darle miedo. Nos casamos porque sí, porque no había de otra, ya hasta grandes estábamos cuando llego usted. Me costó un trabajo tenerlo. Y quisimos darle vida fuera de aquí y nomás no se pudo. Y no quiero que usted se quede aquí nomas cuidando las palmeras, cortando y vendiendo los cocos, que bien Diosito nos ha ayudado con todo, pero vea por su camino. Vea a todas las güeritas que vienen por aquí, de la misma edad que usted. Péguesele a una, no es de mal ver mijo, ahora que está en su juventud, al rato ya de viejo, ni quien lo vaya a querer. Igual y usted me dice “ay ma, usted está muy loca, vaya a creer que una de esas me hará caso, si de dinero no sufren”; pero mijo, de dinero no vive el amor pues. Deme un nieto o nieta de ojos de color.

Haga que yo este orgullosa de usted. Mire que su padre ahí en cama, ya petateandose, no volverá y yo un día, pues también me voy a ir allá con nuestro diosito, sirva él en ayudarme a entrar en su santo reino, usted se va a quedar aquí solo. Y aquí mujeres, pues muchas no hay, y así como para la que quiero para usted, pues no creo. Salga por la tarde mijo, vaya a vender por las mañana. Termine su escuela, mire, he hecho algunos guardaditos para que cumpla sus deseos pues y se me vaya de este cuchitril”.

Le extendió una cajita que contenía bastantes billetes. Jacob, sorprendido, hizo algo de caso a su madre, pero esa mañana debía buscar el pan de cada día. Atesoró cada palabra de su madre, sin olvidar todo lo que le dijo. “Esforzarse por un mundo mejor”.

Tomó el carrito de los cocos, con poca mercancía esta vez, ya que por la tarde saldría en busca de diversión, como cualquier joven de su edad.

El camino de siempre, descendió de su casa hasta la playa. El color de la arena siempre cambiante. El carrito se deslizaba como cada mañana, dejándose llevar por su dueño, por el camino, buscando terminar también con su agonía tras la venta de tan pesada carga. Siempre sonriendo.

A lo lejos, mucha gente observaba preocupada, hacia el bravo mar de esa mañana. Parados, asustados, sin saber exactamente qué hacer. Jacob, antes de hacer el último descenso hacia la playa. Pudo ver a lo lejos, en el mar, una figura que luchaba en contra de las olas. Y nadie se aventuraba a ir.

A su lado, una pareja, la cual miró y sin temor alguno solicitó: -Cuídenme el carrito porfa, no tardo.

Corrió hacia la playa, evadiendo a la multitud que comenzaba a congregarse en mayor número sin ayudar, solo estorbando. Al llegar a los primeros tintes del mar, se arrojó a sus brazos, aun en su braveza, pudo controlar la furia del viento y el mar, coludidos en un abrazo mortal para quien se aventurase a estar en ellos. Brazada a brazada, iba a acercándose a la figura que luchaba por mantenerse a flote. Pudo ver que era una joven, pero no ahondaría en investigaciones, no hasta salvarla.

*****

AUDREY.

Su nombre proveniente de las tierras nórdicas. Nombrada en honor a su abuela, quien le heredó también su color de piel. Tersa y blanca, como rara vez puede observarse. Sus 20 años y la víspera de una graduación universitaria, la hacían ahora toda una mujer con libertades. Lo más interesante de Audrey, no es que era de una familia acomodada de economistas, ni la prominente estancia en la que vivía, o la alta clase y modales que se le enseñaron. Todo esto, podía observarse sin necesidad de conocerla. Pero cuando ella abría los ojos, las posibilidades de valentía se reducían a cero.

Sus particulares ojos, desde el momento en que nació, el médico había comentado a la familia que no era tan normal el color. Si pudieras adentrarte en ellos, te perderías, justo como si entraras al mar, para ahogarte y jamás volver.

A la fecha, no había persona, excepto sus padres, que no sintiera pavor al mirarla fijamente. Un matiz de colores pálidos en su persona, pero que, al adentrarte en su mirada, podías observar un universo de posibilidades en distintas tonalidades de azul, conocidas o no por el hombre. Decían que era perfecta. Pero ella, solo quería ser una chica como las demás.

Para su infortunio, siempre tuvo que vivir a la sombra de sirvientes u otros familiares, ya que sus padres, en constantes viajes, no podían siquiera prestarle en ocasiones, minutos de educación. Fue a las mejores escuelas, obtuvo buen promedio, siempre por encima de todos. Pero sus padres nunca estaban ahí.

Ahora, cerca de su edad adulta, las cosas han cambiado con la noticia que Audrey les daría esa misma tarde.

Ella tenía un plan y quería llevarlo a cabo. Estaba a punto de ser libre.

-Mamá. Papá. Han organizado un viaje por la graduación a la playa y créanme, me gustaría asistir ya que es la última vez que veré a mis amigos, si ustedes van a enviarme a otro país. Los padres dejaron un momento sus equipos de cómputo para mirar, por primera vez a su hija, en muchos años. La mirada de ambos, hacia sus profundos ojos azules les transmitía solo una idea: ella ya no era una niña. Consecuente pensamiento: “¿cuándo creció tan rápido?

Voltearon a verse el uno al otro y al final, la respuesta fue de su padre.

-¿A dónde? No, espera. Aun con eso, la respuesta es y será no.

No mostró molestia alguna. Ella tenía un plan trazado ya que conocía bien las respuestas de su padre. Ella lo tenía todo, excepto una familia estable y amor.

-Bien. Lo sabía. No hay problema.

-Pero, cariño. Si alguno de los guardias pudiera acompañarla…

-No mamá. No necesito de los gorilas de papá para estar bien o sentirme segura. No han comprendido que ya crecí…

-¡Y mayormente por esa razón no irás a ningún lado! ¡El mundo cada día es un sitio peligroso!

-¡El cual jamás me mostraste papá! ¡Estuviste tan ocupado en ti y tus cosas que olvidaste que tenías una hija!

Con esto, dio pie y volvió a su habitación. El padre arrojó algunos papeles al suelo.

-¡Quiero que la vigilen!

Su mujer fue tras de él, intentando articular palabra, pero no podía decir algo que pudiese calmar la situación.

Todo esto, Audrey lo recordaba mientras viajaba en el autobús directo a la playa. Escapó de madrugada, ya con unas maletas preparadas, dos tarjetas de crédito a su nombre y una cuenta de ahorros para su posgrado, la cual utilizaría una vez que sus padres olvidaran todo. Les escribiría claro, cuando ella quisiera. De momento, necesitaba sentirse libre, cosa que jamás obtuvo con lo que podía decirse, su familia.

“Un hogar es un sitio donde crecen todos”, pensaba ahora.

El camión comenzó a hacer sus primeros sonidos de arranque y así, comenzó su viaje hacia la playa.

Dejó atrás todas las comodidades, el dinero, los lujos, compañeros de escuela, familia. Pensaba en todo ello y cada palabra pronunciada le devolvía un eco, un vacío en el corazón. No sentía nada, porque todo aquello era una envoltura material sin sentido alguno. El camión comenzó su largo viaje hacia la playa, un viaje sin retorno para Audrey.

Su trayecto le tomaría algunas horas; mientras, observaba el amanecer con sus grandes ojos azules, destellando ambos astros; para comenzar un nuevo día.


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